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23/03/2018

El veneno del apego, la trampa de vivir aferrados a algo

Cuando sobrevaloramos las cosas que nos gustan, creamos una dependencia que no nos hace bien. Es posible ir más liviano por la vida. ¿Cómo romper esas cadenas autoimpuestas?

El veneno del apego, la trampa de vivir aferrados a algo
J

ulio Cortázar escribió que cuando nos regalan un reloj, nos regalan -en realidad- "un calabozo de aire". Lo explicó así:

"Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a tí te ofrecen para el cumpleaños del reloj".

Eso es, gráficamente, el apego.

Por lo general, vamos por el mundo catalogando y dividiendo entre las cosas que nos gustan y las que no. Creemos que nuestros gustos y nuestros rechazos -una vez más, el mundo externo- es lo que nos define. Y vamos sembrando apego a muchas cosas que en realidad terminan por aprisionarnos.

El apego es, para el budismo, la actitud mental o emocional en la que exageramos las buenas cualidades de una persona o un objeto. Al atribuirle esas cualidades que no tiene, lo vemos como la causa de nuestra felicidad, nos aferramos y no queremos separarnos de aquello que elegimos.

Todos lo hacemos. Nos aferramos a personas y bienes materiales, pero también a ideas, a lugares, a trabajos y a puestos jerárquicos sin cuestionarnos demasiado ni reparar en las construcciones de nuestra mente. Pensamos que, en realidad, esos atributos están en el objeto o la persona y no que son fantasías nuestras. Por eso, además de definirlo de manera muy exacta, el budismo habla del apego como un veneno.

Cuando estamos apegados a algo, empezamos a tejer expectativas poco realistas. Creemos que si tenemos con nosotros ese objeto, nos aseguraremos el éxito, la felicidad o el reconocimiento. Algo que, en realidad, no sucede porque tarde o temprano, nos desengañamos. Además, bajo la influencia de esa febrilidad, nuestra mente nos impulsa, muchas veces, a tener actitudes hostiles o a ser egoístas. Todo debido al miedo que nos genera el hecho de perder o no alcanzar el objeto que queremos.

El apego nos aleja del equilibrio, de la paz mental. Creemos, como el protagonista del cuento de Cortázar, que somos felices; pero, en realidad, nos vuelve dependientes, vulnerables, propensos a la ansiedad. Cuando somos víctimas del apego, sufrimos y podemos hacer sufrir a los demás.

Sin embargo, con una mente más estable, podemos discernir entre las cualidades reales de un objeto o una persona y nuestras fantasías. Una mente enfocada puede ayudarnos a reflexionar sobre si ese objeto, esa persona o esa experiencia es verdaderamente capaz de darnos la satisfacción que buscamos.

Esto no significa no poder disfrutar de las relaciones, de las personas y de las cosas materiales. Podemos tener nuestra vida social y sentimental, y comprarnos lo que nos gusta, pero sin la ansiedad de sentir que algo nos falta; sin proyectar cualidades inexistentes porque lo importante está dentro de nosotros. Desde ese equilibrio, seremos capaces de dejar ir si es necesario, de soltar sin angustiarnos.

La meditación nos ayuda a construir esa mente centrada. A partir de allí, la realidad se transforma. Entonces, la pregunta que deberíamos hacernos es: ¿Hay algo externo que pueda darnos felicidad y satisfacción duradera?​

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